El primer recuerdo que tuvo fue el aroma a petricor que le
taladraba el cerebro, las manos ardorosas y los talones mojados una y otra vez,
mientras se agachaba… hasta que comenzaban a partirse.
Estaba en un continente totalmente distinto, donde todos a
su alrededor trabajaban de sol a luna recogiendo distintos productos directo de
la Tierra. Ella recogía arroz.
Jamás recordó haberse sentido tan cansada. Le dolían los
hombros por el peso de su propio cuerpo, los codos por la posición que mantenía
por horas y días, uno tras otro, encogida entre los cultivos que muchas veces parecían
las piscinas de los lugares mas fantásticos.
Empezaba a trabajar al amanecer y fue así como notó, que
los colores del sol radiante que comenzaba su jornada, tornaban aquellas aguas
de colores rosados y ocres en una mezcla tan grata a sus ojos que la hacían sonreír.
Y al terminar, el reflejo de la luna iluminaba su rostro y le hacia brillar de
nuevo los ojos.
Así, los días transcurrían sin muchos cambios, trabajadores
iban y venían, pero casi nunca hablaban; todos se sumergían hasta las pantorrillas
en los campos de arroz mientras soñaban con un mejor futuro sin parar de tirar
de las espigas de granos pequeños.
Una tarde algo fue distinto… sintió un escalofrío recorrer
su espalda sin razón aparente. Era obvio que no era una gota de sudor recorriéndola,
pues estaba tan empapada que una gota ya no sería de gran diferencia. Pensó que
era un reflejo del sol que la había sorprendido a media pupila, pero eso no la habría
hecho estremecer de esa manera. Tal vez algún insecto le habría picado los pies…
pero no era dolor lo que sentía.
Levanto la vista un segundo, se erguía poco a poco… pero no
encontraba la fuente de esa sensación que más bien, parecía estar desnudándola
frente a todo el mundo. Era como si sus ropas se convirtieran en fina seda que
se resbalaba por su piel humedecida, y el calor intenso de los rayos del sol, ya
entrada la tarde, quemara su cuerpo desde dentro.
Giro su cabeza en busca de la fuente de aquel fulgor. A la
derecha… a la izquierda… nada parecía diferente. Fue entonces que tuvo que
girarse por completo para encontrarse de golpe con la mirada de aquel hombre.
Comprendió, que el ardor que sonrojaba sus mejillas había nacido
en el café de sus ojos, en la comisura de sus labios.
No sabia quien era, no recordaba haberlo visto jamás, pero
algo dentro de ella sentía que se pertenecían. ¡Si! Era una total locura, pero ¿Quién
dice que no lo es el amor?
Bastó solo una seña de sus cejas, para que esa tarde ella
corriera a encontrarse con el detrás de un árbol que se alzaba enorme fuera del
cultivo, y cuando estuvieron por fin frente a frente, con solo medio metro de
distancia, no hizo falta decirse nada. Se miraron tan fijamente que el tiempo a
su alrededor se detuvo, los rayos del sol se volvieron mas amarillos y los
rodearon como jugueteando entre sus cuerpos, y sus respiraciones fueron tan
profundas que el aire que exhalaron movía las hojas de los arboles a su alrededor.
Él rozó su mano con la punta de su índice izquierdo y ella,
en respuesta, le mostró la palma de su mano, en un tanor de confianza y
apertura. El campo de arroz había dejado en esta más de una cicatriz, que con
el tiempo se fueron confundiendo con las líneas mismas que nacieron en su mano.
Él, la tomó delicadamente entre las suyas y la condujo a su pecho, donde el corazón
parecía querer saltar a través de su garganta y salir de su pecho, como el
cachorro que brinca de alegría cuando su dueño llega a casa tras un día largo
de trabajo.
Parecieron pasar mil años en ese solo instante; en realidad,
pasaron 73 años, pues desde ese día, ni ella dejo de ver sus ojos, ni el soltó
jamás su mano.